Un señor mayor, entre 55 y 60 años, piel morena, pelo canoso recogido hacia atrás, vestido de manera elegante, con pantalones sociales marrones, zapatos de calidad, también marrones, sudadera azul, sentado en el escalón exterior de un banco, en una gran plaza de Barcelona.
Vende dibujos, a €6 cada uno. Por lo infantil de sus trazos, no se sabe si es él mismo quien los hace.
Vive en las afueras de la ciudad en una casa muy simple, que está tomada por objetos viejos y papeles ya sin importancia. Recibe ayuda económica del gobierno. Es un hombre solitario, no tiene familia, mujer ni hijos. Nunca tuvo animales, no le gustan, pues cree que ensucian mucho.
Utiliza la plaza como si fuera su despacho, al que va todos los días, en busca de ganar un poco de dinero, o de que le pase algo que le de la impresión de ser una persona útil.
Un día lo vi hablando sólo, discutiendo muy seriamente con una persona invisible. Se refería a su tristeza cuanto al hecho de que las personas, hoy día, no le dan mucho valor al arte. En sus años más jóvenes, decía, vendría sus dibujos en un día o dos. Hoy, puede ser que pasen semanas hasta que le compren uno. “La gente ya no entiende mi trabajo”, dijo.
En el pasado solía ir a la Rambla, donde no había tantos artistas callejeros como actualmente. Era de los únicos dibujantes que había por allá, y, por lo curioso de la cosa, o sea, de que dibujara de una manera demasiado infantil, tenía éxito entre los turistas. De cierta manera, creía, lo que hacía él se asemejaba a las obras de Miró, que en realidad era su principal fuente de inspiración.
Unos días antes, le decía a su amigo imaginario, había ido, una vez más, a exponer sus dibujos en la Rambla. Pero, llena como estaba, y con la acirrada competencia entre los varios tipos de artistas que de allá sacan su sustento, ni siquiera le hicieron caso. “Más me tomaban por un viejo senil intentando vender los dibujos de mi nieto”, decía a la nada.
Así que un par de días después volvió a su puesto habitual, en la plaza. “Aquí al menos tengo la exclusividad del puesto”, pensó consigo mismo. Sacó su botella de café de su bolso, cogió un trozo de pan viejo que había traído de su casa, y tomó su desayuno, como de costubre.
Tenía los ojos cerrados y sentía en la cara el calor del sol de invierno, cuando se dio cuenta de que un chico le sacaba fotos a él y a sus dibujos. Lo miró, intrigado. El muchacho se presentó como reportero-fotográfico de un periódico local, y le dijo que había llegado a él por sugerencia de los propios lectores, que lo veían como un auténtico personaje de la plaza. Deseaba escribir su perfil, a ser publicado en la próxima edición de domingo, y le preguntó si lo autorizaba hacerlo.
Sin decir nada, el señor estampó una grande sonrisa en la cara y se puso a llorar. Pensó consigo mismo que siempre supo que, tarde o temprano, sería reconocido en las calles de su ciudad.
Pablo González-Trejo, a Cuban-French-American artist, has been navigating
the complex terrains of identity, nature, and the infinite since
establishing h...
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