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segunda-feira, 17 de novembro de 2008

Verdosa introspección

Es un sábado al atardecer y estoy en casa de unos amigos. Después de algunas horas y muchas cervezas, percibo que voy un poco borracha. Mi habla se enrolla justo cuando digo algunas de mis frases de efecto, y cada vez que voy a la cocina a por más botellas me tropiezo con piernas y sillas, apretadas a lo largo de la estrecha pero muy acogedora terraza, que da a un patio en que se ven encendidas las luces de los pisos de enfrente.
«Alguien quiere probar yuca con mantequilla?», grita la anfitriona, que se ríe, muy alegre. Sujeta un enorme plato con las dos manos, justo en medio del salón. Es nuestra amiga y nos consiente a todos con un cariño especial, pues es la primera vez que la visitamos en su nueva casa. Al verla desde la terraza, me pongo en pie de una vez, y sin vacilar me voy a por ella. Estoy sencillamente loca por yuca con mantequilla, además de estar realmente hambrienta.
Cojo un trozo generoso, que sabe exquisito. La mantequilla parece estar preparada con alguna especia que no consigo identificar. Se lo comento a una chica a mi lado, que es cocinera y sabe mucho más de comida que yo, pero tampoco ella tiene idea de lo que es.
Distraída, vuelvo a sentarme, ahora en el sofá, al lado de un chico vestido con un poncho mexicano. Parece algo mareado, pero tiene una enorme sonrisa en la cara. Me giro hacia él y lo miro bien. Al verle los ojos rojizos, deduzco que va colocado. Observo a la gente bailar una canción que suena a tope. Sorbo mi cerveza de uno solo trago y me hundo en el sofá.
En la pared de mi derecha se proyectan unas imágenes sin nexo, y la poca luz me hace ver con dificultad. Ahora sé qué tenía la yuca. ¡No!, pienso para mí. Ahora es tarde, Cecilia. Miro a mi alrededor y todo se menea. No puedo aguantar la mirada fija en ninguna parte y me desespero al pensar en lo que me espera: horas enmudecida por mis pensamientos más introspectivos, sin ni siquiera poder moverme. ¿Cómo vuelvo a casa esta noche? ¿Por qué no avisan antes de hacer estas bromas? Al salir de casa esta tarde me esperaba de todo, pero definitivamente no tanta lisergia.
Me levanto y voy hacia la puerta. Que nadie se percate de mi huida, espero. Mejor que me vaya ahora, mientras aún puedo caminar. Salgo bajando los escalones con cuidado, pero con alguna prisa, apoyándome en las ásperas paredes blancas del edificio. No me aguanto los párpados. Sé que ya estoy muy morada.
Me pongo los auriculares y los saco enseguida porque hasta la música me agobia. ¿Estaré sufriendo un ataque de pánico? Que el hilo de razón que me sobra ahora me permita llegar a mi casa y dormir. Mis sueños serían la única cosa para salvarme de esta pesadilla real. Recuerdo la estación de metro más cercana y camino con el pensamiento fijo en ella, para no despistarme con todos los otros que me tentarán. Me da miedo mi propia imaginación.
Nada más llegar al andén, el tren llega. Tengo suerte, pienso, y respiro aliviada. Cojo el primer asiento del vagón y evito la mirada de los otros pasajeros. No quiero dejar que vean lo atormentada que estoy, luchando contra pensamientos que no puedo controlar. Cierro los ojos y siento en detalles cómo se desliza el tren por los túneles subterráneos. El viaje me distrae, y poco a poco me tranquiliza. Cada vez que suena la campana, al abrir o cerrarse las puertas, sé que me falta menos para llegar a mi casa.
Subo a la superficie y camino concentrada en un objetivo: dejar esta atmósfera de distorsión involuntaria y entrar en mis sueños. Voy tan rápido que ni siquiera me entero del follón de la calle, de los coches ruidosos apuntándome con sus farolas, o de la gente con quien me cruzo. Solo pienso en adormecerme para salvarme del caos que hay a mi alrededor.
Con mi pijama empapado por el maternal calor de mi cama, doy las gracias al Cielo por despertarme de tales paranoias, y vuelvo a mis sueños, tranquila.

terça-feira, 11 de novembro de 2008

La ausencia

Me desperté con el ruido duro de la lluvia que caía sobre el cemento de la terraza. Perezoso, apenas levanté la mirada para ver qué cara tenía el diluvio afuera, y volví a revolcarme durante un largo rato, hasta abrir los ojos. El tiempo había cambiado, el sol de agosto se había ido y ahora el cielo era tan gris que me hacía imposible adivinar las horas. No sabía cuánto tiempo había dormido la siesta.

Desde la cama pude ver que Marta ya no estaba afuera. Había una botella de ginebra y otra de whisky caídas al el suelo, pero no alcancé ver su indefectible copa. Marta suele romper al menos un vaso cada vez que tiene la explícita intención de emborracharse. Es una especie de ritual personal, del que los trozos de vidrio roto serían la ofrenda.

La lluvia la había expulsado de la terraza, supuse. Era un sábado por la tarde, y las tardes de sábado eran, de lejos, lo peor de nuestra larga convivencia.

Muy probablemente seguiría bebiendo en el salón. La lluvia, por si sola, no sería suficiente para impedir que siguiese vaciando todos los frascos de casa, hablando de cosas que para mí no tenían ningún sentido y altercándose entre risas histéricas y llanto borrachero hasta alcanzar la total pérdida de los sentidos. Luego, como de costumbre, me encontraría a Marta tirada en el sofá y roncando de modo tan melancólico como el motor de un viejo coche estropeado.

Hice un esfuerzo para escucharla, pero no obtuve ninguna respuesta. Marta no gritaba ni carcajeaba de modo exagerado, y ni siquiera la música que a menudo me agobiaba estaba puesta a tope. La tranquilidad me sonó a algo raro y de una me puse en pie. Quería saber dónde estaba.

Salí del cuarto sin hacer ruido, y fui despacio hacia la terraza. Vi que apenas lloviznaba, y que la copa de Marta, infaliblemente rota, reposaba justo al lado de su sillón preferido, tan manchado de alcohol que ya no se podía distinguir su verdadero color.

La lluvia había entrado por la puerta abierta y empapado la alfombra peluda del pasillo, lo que me hizo caminar apretado contra la pared, rumbo al salón. Observé una trilla seca de gotas rojas sobre la alfombra. Cuando sobria, Marta posiblemente se gastaba más dinero en curitas que en otras cosas, tantas las veces que se cortaba.

Al pasar por la cocina vi la nevera abierta y entré para cerrarla. Ahí me encontré platos y cazuelas sucios por todos lados, otras botellas vacías y el cenicero repleto de boquillas. Todo parecía como de costumbre. Todo olía a humo y bebida. Lo único fuera de sitio era una botella de leche caída sobre la mesa, y que goteaba en el suelo. Salí corriendo deprisa de allí.

Me detuve delante del salón e intenté escuchar algún ruido, pero todo estaba quieto. Marta no roncaba, lo que me hizo pensar en el peor.

Entré de un salto y la vi caída en el suelo, al pie del sofá, en medio a una suciedad que hacía parte de ella como su propia alma. Su largo pelo negro le cubría los ojos achinados, que no permitían saber si estaba despierta, y su viejo vestido amarillo tenía una mancha marrón a la altura del pecho. De sus labios entreabiertos se dibujaba una casi imperceptible sonrisa. Exhalaba alcohol a distancia. Estaba linda y parecía finalmente en paz. A su lado había un envase de pastillas medio abierto, y el pulgar de su mano derecha estaba envuelto en un curita completamente rojo. Deduce que de su mano izquierda había caído el vaso roto a su lado, que contenía leche. Todo lo demás parecía intocado, como si nadie hubiese nunca estado allá. En la tele se veía una gente disfrazada cantando de manera alegre, pero no se escuchaba sonido algún.

Me acerqué a ella. Le lamí la cara fría y entendí que los sábados a su lado nunca más serían los mismos. Rapidamente salí por la puerta abierta, y, sin volverme hacia atrás, busqué el aire fresco de la calle.