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terça-feira, 11 de novembro de 2008

La ausencia

Me desperté con el ruido duro de la lluvia que caía sobre el cemento de la terraza. Perezoso, apenas levanté la mirada para ver qué cara tenía el diluvio afuera, y volví a revolcarme durante un largo rato, hasta abrir los ojos. El tiempo había cambiado, el sol de agosto se había ido y ahora el cielo era tan gris que me hacía imposible adivinar las horas. No sabía cuánto tiempo había dormido la siesta.

Desde la cama pude ver que Marta ya no estaba afuera. Había una botella de ginebra y otra de whisky caídas al el suelo, pero no alcancé ver su indefectible copa. Marta suele romper al menos un vaso cada vez que tiene la explícita intención de emborracharse. Es una especie de ritual personal, del que los trozos de vidrio roto serían la ofrenda.

La lluvia la había expulsado de la terraza, supuse. Era un sábado por la tarde, y las tardes de sábado eran, de lejos, lo peor de nuestra larga convivencia.

Muy probablemente seguiría bebiendo en el salón. La lluvia, por si sola, no sería suficiente para impedir que siguiese vaciando todos los frascos de casa, hablando de cosas que para mí no tenían ningún sentido y altercándose entre risas histéricas y llanto borrachero hasta alcanzar la total pérdida de los sentidos. Luego, como de costumbre, me encontraría a Marta tirada en el sofá y roncando de modo tan melancólico como el motor de un viejo coche estropeado.

Hice un esfuerzo para escucharla, pero no obtuve ninguna respuesta. Marta no gritaba ni carcajeaba de modo exagerado, y ni siquiera la música que a menudo me agobiaba estaba puesta a tope. La tranquilidad me sonó a algo raro y de una me puse en pie. Quería saber dónde estaba.

Salí del cuarto sin hacer ruido, y fui despacio hacia la terraza. Vi que apenas lloviznaba, y que la copa de Marta, infaliblemente rota, reposaba justo al lado de su sillón preferido, tan manchado de alcohol que ya no se podía distinguir su verdadero color.

La lluvia había entrado por la puerta abierta y empapado la alfombra peluda del pasillo, lo que me hizo caminar apretado contra la pared, rumbo al salón. Observé una trilla seca de gotas rojas sobre la alfombra. Cuando sobria, Marta posiblemente se gastaba más dinero en curitas que en otras cosas, tantas las veces que se cortaba.

Al pasar por la cocina vi la nevera abierta y entré para cerrarla. Ahí me encontré platos y cazuelas sucios por todos lados, otras botellas vacías y el cenicero repleto de boquillas. Todo parecía como de costumbre. Todo olía a humo y bebida. Lo único fuera de sitio era una botella de leche caída sobre la mesa, y que goteaba en el suelo. Salí corriendo deprisa de allí.

Me detuve delante del salón e intenté escuchar algún ruido, pero todo estaba quieto. Marta no roncaba, lo que me hizo pensar en el peor.

Entré de un salto y la vi caída en el suelo, al pie del sofá, en medio a una suciedad que hacía parte de ella como su propia alma. Su largo pelo negro le cubría los ojos achinados, que no permitían saber si estaba despierta, y su viejo vestido amarillo tenía una mancha marrón a la altura del pecho. De sus labios entreabiertos se dibujaba una casi imperceptible sonrisa. Exhalaba alcohol a distancia. Estaba linda y parecía finalmente en paz. A su lado había un envase de pastillas medio abierto, y el pulgar de su mano derecha estaba envuelto en un curita completamente rojo. Deduce que de su mano izquierda había caído el vaso roto a su lado, que contenía leche. Todo lo demás parecía intocado, como si nadie hubiese nunca estado allá. En la tele se veía una gente disfrazada cantando de manera alegre, pero no se escuchaba sonido algún.

Me acerqué a ella. Le lamí la cara fría y entendí que los sábados a su lado nunca más serían los mismos. Rapidamente salí por la puerta abierta, y, sin volverme hacia atrás, busqué el aire fresco de la calle.

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